Rosa Reflexiones y datos curiosos.

07/16/2025

Siempre creí que tenía un buen matrimonio. Mi esposo y yo estuvimos juntos 26 años. Criamos dos hijos, compartimos viajes, d€udas, navidades, enf€rmedades. Fue con Dios hace ocho meses. Y aunque su ⚰️ me rompió el alma, lo que vino después terminó de destruirme. Mientras ordenaba sus papeles para el proceso de pensión, encontré extractos bancarios de una cuenta que yo no conocía, y fotos de una niña pequeña que no era nuestra nieta. La curiosidad me llevó a indagar más… y lo que descubrí fue brutal.

Mi esposo tenía otra familia. Una mujer y una hija de ocho años en un barrio al otro lado de la ciudad. Había comprado un apartamento para ellas, les pagaba todo y pasaba con ellas varios fines de semana al mes, según su trabajo. Yo pensaba que hacía horas extra en el hospital. Ella creyó que yo estaba ⚰️, según me dijo. Y yo, hasta hace poco, ni siquiera sabía de su existencia. Nos reunimos. Lloró. Me mostró fotos, cartas, regalos. Llevaban más de diez años juntos. Él le decía que era viudo.

Lo más cruel fue descubrir que a esa niña la adoraba. Tenía más fotos de ella que de nuestros propios hijos. A veces siento rabia. Otras, una tristeza inmensa. Me he preguntado miles de veces cómo no lo vi, cómo pudo fingir tan bien. Mis hijos también están destrozados. No saben si odiarlo o seguir honrando su memoria. Y ya no hay a quién reclamarle.

07/16/2025

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07/16/2025

Hace un año tenía una vida estable. Casa propia, un negocio pequeño pero rentable, un matrimonio que parecía firme. Todo se desmoronó cuando mi esposo me confesó que llevaba meses en una relación con otra mujer, y no solo eso: ella estaba embarazada. Me pidió el divorcio y quiso que lo entendiéramos “como adultos”, pero lo cierto es que me dejó en ruinas, literal. La casa estaba a su nombre, el negocio también pues él tenía todo eso desde antes de conocerme. Pero yo fui parte de su crecimiento. Y en menos de dos semanas me vi saliendo con dos maletas, sin nada.

Me fui a vivir al cuarto de una amiga. Dormía en un colchón inflable, con el orgullo hecho trizas y la mente llena de preguntas. Conseguí trabajo como cajera en una tienda, algo muy distinto a lo que hacía antes. Pasé de tomar decisiones en un local a contar monedas y soportar clientes groseros. Pero necesitaba comer. Y no solo yo: también tenía a mi hijo, de ocho años, que no entendía por qué su mundo se había volteado así.

Empecé a ir al centro cada domingo a comprar ropa de segunda para revenderla. Hacía lo que fuera por sumar unos pesos más. A veces lloraba mientras lavaba los platos de la casa ajena donde trabajaba por horas, pero me secaba las lágrimas y seguía. Porque entendí que nadie iba a venir a salvarme. Porque sabía que si me rendía, mi hijo también lo haría. Y no podía permitirlo.

Hoy alquilo un apartaestudio pequeño. No tengo lujos, pero tengo paz. Sigo trabajando, sigo vendiendo, sigo soñando.

07/16/2025

Durante años fui “la solterona” de la familia. Cada reunión era lo mismo: comentarios disfrazados de chiste, preguntas incómodas, miradas de lástima. Mientras mis primas hablaban de sus esposos e hijos, a mí me preguntaban si ya había “traído aunque fuera un amigo”. Sonreía para no armar líos, pero por dentro, cada frase era un g0lp3.

Mis logros profesionales nunca importaron. Me gradué con honores, conseguí un buen empleo, viajé, viví sola, construí una vida que a mí me hacía feliz. Pero para ellos, todo eso era “compensación” por no tener un hombre. Hasta mi propia madre me decía que ojalá algún día “sentara cabeza”.

Un día, en plena Navidad, una tía dijo que si seguía sola, ella misma me iba a presentar “a un viejito que al menos tuviera pensión”. Todos rieron. Ese fue mi límite. Me levanté de la mesa, les agradecí por todos los años compartidos y les dije que no volvería a exponerme a esas humill@cion€s. Desde entonces, corté el contacto.

Hoy, cinco años después, sigo sin pareja. He hecho nuevas amistades, tengo una red de apoyo hermosa y estoy en paz. Aprendí que estar sola no es una trag€dia. Trag€dia es tener que mendigar respeto entre los tuyos.

07/15/2025

El espøsô de mi madre me b€só en una fiesta familiar y estoy en duda sobre si decirle a mi mamá, el muchacho es 20 años más joven que ella y yo sabía que no la quería de verdad, pero mi madre jura que sí y la verdad no sé qué hacer. Qué opinas?

07/15/2025

MI MEJOR AMIGA ME DAÑÓ LA RELACIÓN CON EL HOMBRE DE MI VIDA.

Desde los doce años conocí a mi mejor amiga. Éramos inseparables, como hermanas. Nos contábamos todo. Con el tiempo crecimos y aunque la amistad seguía, ya no era igual. Yo sentía que me tenía envidia, pero no lo veía como algo grave. Su situación en casa era más complicada que la mía, y pensé que tal vez por eso había ciertas diferencias.

Una tarde, hace ya diez años, me conecté a Facebook y vi una solicitud de amistad de un muchacho que no conocía. Entré a mirar su perfil por curiosidad: se veía como un chico sencillo, trabajador, juicioso. Sus fotos me impactaron. Sentí algo raro, como un escalofrío. Al otro día lo acepté. Empezamos a hablar por chat. Pasaron ocho meses conversando solo por mensajes y fotos. Yo ya sentía cosas por él, y él también me confesó que le gustaba. Teníamos una conexión muy linda, hablábamos con la verdad, nos tratábamos con cariño. Era como si lo conociera de toda la vida.

Finalmente llegó el día en que nos veríamos en persona. Fui a casa de mi amiga, dizque a visitarla, y justo le había contado de ese muchacho. De repente, él pasó en bicicleta frente a la casa, nos quedamos mirando, frenó, se acercó y me saludó. Nos pusimos a hablar. Me dijo que tenía una sorpresa para mí, que al otro día me arreglara porque quería invitarme a salir. Yo me puse feliz. Le dije que sí, que estaría lista. Mientras hablábamos, mi amiga, que estaba al frente hablando con otro amigo, no dejaba de mirarme. Yo le di un beso al chico, de esos cortos, de media luna.

Al día siguiente, sábado, como a las dos de la tarde, me llamó y me dijo que quería que fuera su novia. Me pidió que lo pensara y que le diera la respuesta en persona, en la salida. Le dije que sí, que aceptaba. Pero justo llegó mi “amiga” y me dijo que tenía algo urgente que contarme. Me pidió ver al muchacho que me tenía tan enamorada. Yo, confiada, le mostré la foto. Grave error. Me puso mala cara y me dijo que ya lo conocía. Según ella, él era un mal@ndro, un l@drón. Me confundí muchísimo. No sabía si creerle. Hasta mi mamá le preguntó si era verdad, y ella juró “ante Dios” que sí.

Ella me dijo: “Llámalo y termina eso, esa relación no te conviene.” Y cometí el peor error: lo llamé. Le dije que no podíamos seguir, que no era la mujer indicada para él, que lo sentía por haberlo ilusionado. Él, confundido, me pedía explicaciones. Me dijo que quería hablar conmigo en persona, que no entendía qué pasaba. Yo le dije que no, que no podía. Le colgué, apagué el teléfono y lo bloqueé de todas las redes. Todo por creerle a mi “amiga”.

Después sentí un dolor en el alma, como si supiera que nunca más volvería a saber de él. Y así fue. Me arrepentí tanto. Cuatro años después le pedí perdón. Él me lo dio, pero ya era tarde. Estaba feliz con otra mujer, se casó y tuvo un hijo.

Esa fue mi lección: no se puede confiar ciegamente en nadie, ni siquiera en quienes dicen ser tus amigas. Perdí al hombre que realmente me quiso, por escuchar calumnias que ni siquiera me tomé el tiempo de verificar. Ya han pasado casi diez años, y aunque me gustaría tener una amistad con él, todo se acabó aquel día.

07/15/2025

Yo no sabía cambiar un pañal. No sabía calmar el llanto de una niña de tres años a las tres de la mañana. No sabía ni cómo hacer trenzas. Pero el día que mi esposa se fue —dijo que se iba por un tiempo a pensar—, y nunca volvió, me tocó aprenderlo todo a la fuerza. Al principio creí que iba a regresar. Pasaron los días, luego los meses, y una tarde recibí los papeles del divorcio por correo. Ni una llamada, ni una explicación. Solo un sobre con su firma y una lista de condiciones.

La casa quedó en silencio. Mi hija me preguntaba por su mamá todos los días. Yo no tenía respuestas. Solo le decía que estaba ocupada, que volvería pronto. Me partía el alma verla esperar. Aprendí a cocinar viendo videos en YouTube. Aprendí a hacerle peinados buscando tutoriales. Llevaba a mi hija al jardín y fingía estar bien, aunque a veces salía corriendo al baño del trabajo a llorar. Me sentía un inútil, pero no tenía opción. Descubrí que los hombres también podemos llorar mucho.

Un día, en una reunión escolar, una mamá me preguntó si yo era el tío. Le dije que no, que era su papá. Me miró con lástima, como si no entendiera cómo una niña tan dulce podía estar siendo criada por alguien como yo. Fue ese día que decidí que no iba a pedir más lástima. No iba a buscar ayuda por pena, ni explicaciones por la partida de mi ex. Me enfoqué en darle a mi hija la vida más normal posible, aunque fuera desde el caos.

Hubo noches en las que no tenía ni para la cena. Trabajaba como guardia nocturno, y durante el día cuidaba a mi hija. A veces la llevaba en una cobija al trabajo porque no tenía con quién dejarla. La sentaba en una silla mientras yo vigilaba un estacionamiento vacío. Ella dormía en mis piernas mientras yo rezaba para que nadie notara. Nunca le faltó comida, aunque a veces yo me quedara sin comer.

Hoy mi hija tiene ocho años. No sabe que durante cuatro años yo viví en modo sobrevivencia. Cree que su vida fue mágica. Y en parte lo fue, porque con amor, aunque no haya habido lujos, nunca le faltó nada. Su mamá jamás volvió. Ni un mensaje, ni una visita. Pero aquí estoy yo. Aprendí a hacer de todo, menos a rendirme.

07/14/2025

Yo vivo en un barrio sencillo, como la mayoría en este país. Las casas están pegadas, los techos tienen parches, y las calles, baches. Pero si algo tenemos, es que aquí nadie se queda solo. La historia comenzó hace unos meses, cuando una vecina fue a dejarle una ropa a su sobrina que vive en un asentamiento a unas pocas cuadras. Volvió con los ojos llenos de lágrimas. “Hay niños durmiendo en costales”, nos dijo. No tenía que decir más. Al día siguiente, ya estábamos reuniendo algo.

No tenemos plata, eso es cierto. Pero en cada casa hay algo que sobra: una cobija que no se usa, una camisa que ya no le sirve a nadie, un paquete de arroz. La señora del puesto de arepas regaló harina. El señor que repara motos donó dos cajas de aceite.

Nos fuimos en grupo, con las bolsas en carretas y costales, hasta el barrio donde viven esas familias. Algunos niños nos miraban con miedo, otros con sorpresa. Nadie les había enseñado que alguien podía ayudar sin pedir nada a cambio. Repartimos todo sin sacar fotos, sin dar discursos. Solo queríamos que comieran caliente al menos esa noche. Una mamá se nos acercó con su bebé en brazos y nos dijo: “Yo no creía en nadie. Hoy me callaron la boca.”

Desde entonces, cada quince días armamos algo. A veces es ropa, a veces son alimentos. Cuando no tenemos mucho, mandamos solo pan y chocolate. Pero siempre mandamos algo. Algunos vecinos que antes ni se saludaban ahora se escriben para coordinar entregas.

Esto no nos hace mejores. No lo hacemos para quedar bien. Lo hacemos porque todos sabemos que un día podemos ser nosotros los que necesitemos. Y si ese día llega, ojalá exista otra cuadra como la nuestra, dispuesta a moverse por amor, no por obligación.

07/14/2025

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07/14/2025

Desde que mi hijo era pequeño, yo notaba cosas. No sé si eran señales reales o simplemente miedos míos de madre. Le gustaba jugar con muñecas, se sentaba con las piernas cruzadas como su hermana, y nunca le interesó el fútbol como a los demás niños del barrio. Pero yo me decía que no, que no había nada que ver, que cada quien es como es. No me asustaba que le gustaran los hombres, lo que me daba terror era la crueldad del mundo, lo que pudieran hacerle, decirle, cómo lo mirarían. Así que cerré los ojos. Literalmente. Me enfoqué en que estudiara, que comiera bien, que fuera respetuoso.

Un día, ya grande, tendría unos 24 años, llegó con su mejor amigo a la casa. Era de noche, habían salido juntos, y se encerraron en su cuarto. Yo estaba en la cocina, lavando loza, y cuando terminé fui a dejar unas toallas limpias en el baño del pasillo. La puerta de su cuarto no estaba bien cerrada, y escuché sus voces. Al principio era solo una conversación cualquiera, hasta que su amigo le dijo: “¿Y cuándo le vas a decir a tu mamá? No puedes vivir ocultándote toda la vida”. Mi corazón se detuvo. Mi hijo le contestó bajito, pero lo escuché: “No puedo. ¿Y si me deja de querer? ¿Y si la decepciono?”.

Me senté en las escaleras, con las toallas en las manos. Sentí una punz@da en el pecho que no era tristeza ni enojo, era culpa. Porque sin querer, le hice creer que debía esconderse de mí. Que mi amor dependía de algo que no podía cambiar. Me quedé ahí como media hora, esperando que salieran. Cuando su amigo se fue, toqué la puerta. Entré, me senté en su cama y le dije: “No tenés que decirme nada, mi amor. Pero quiero que sepás que te escuché. Y que no hay nada que tengás que ocultar. Soy tu mamá, y eso no cambia”.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. No me abrazó al principio. Se quedó ahí, en silencio. Luego solo me dijo: “Gracias”. No hablamos más esa noche. Pero al día siguiente desayunamos juntos como hacía años no lo hacíamos. Me empezó a contar más cosas, de su vida, de cómo siempre tuvo miedo. De los !nsult0s que recibió en el colegio, de una vez que lo 🤛🏻 en la calle y no me dijo nada porque no quería preocuparme. Yo no pude evitar llorar. Me prometí a mí misma no volver a ser sorda a lo que mi hijo necesita.

Hoy tiene pareja. Lo trae a la casa. A veces lo veo con ojos de madre preocupada, claro, el mundo sigue siendo duro. Pero ya no le tengo miedo a quién es. El único miedo que me queda es no haberle dado siempre el hogar donde pudiera ser libre. Eso es lo que más me dolió descubrir.

07/14/2025

Cuando mi hija tenía 15 años, empezó a salir con una amiga de la escuela que venía mucho a la casa. Al principio no sospeché nada raro, eran adolescentes, hacían tareas juntas, dormían en la misma cama, y yo pensaba que era normal. Pero un día, sin querer, vi una nota escrita a mano que estaba en el cajón de mi hija. Decía cosas como “me muero por abrazarte sin tener que esconderme” y “ojalá el mundo fuera distinto”.

Me quedé paralizada. Ese mismo día, fingí estar dormida cuando llegaron de una fiesta, y desde mi cuarto escuché cómo se despedían con un beso y palabras que no dejaban lugar a dudas. Era su novia.

No dije nada de inmediato. Me costó procesarlo, no porque me pareciera mal, sino porque temía por ella. Por cómo podrían tratarla en el colegio, por la familia, por los comentarios crueles que ya había escuchado en otras conversaciones. Pero después de una semana, me armé de valor y le pregunté si tenía algo que contarme.

Se puso a llorar. Ese día no solo me confesó su relación, sino también todo el dolor que había cargado sola. Le dije que me importaba solo una cosa: que fuera feliz.

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