
07/24/2025
Me ardían los pies. El estómago llevaba días reclamando comida. Habíamos pasado más de un mes caminando entre barro, mosquitos, y árboles tan densos que ni la luz lograba colarse. Pero detenerme no era una opción. Porque en algún rincón de esa selva infinita, había cuatro niños desaparecidos. Pensaba en el más pequeño, apenas un bebé. En la mayor, protegiendo a sus hermanos. En las noches frías, en las serpientes, en el hambre. ¿Estarían solos? ¿Tendrían miedo? ¿Seguirían vivos después de caer del avión?
Mi cuerpo estaba agotado. Pero lo que más dolía era el alma. Porque todos hablaban de ellos como si ya no estuvieran. Decían: “Hay que encontrarlos… aunque sea los cuerpos.” Pero yo no buscaba cuerpos. Yo buscaba vida. Porque esos niños no podían morir así. No debían. Y yo había hecho una promesa: no volver sin ellos.
Dicen que nadie sobrevive 40 días en la selva. Menos un bebé. Menos después de un accidente aéreo. Pero yo no podía pensar en eso. Solo repetía en mi mente: “Están vivos. Están esperando. Y me necesitan.”
Pasaron más días. Más lluvia. Más silencio. Y justo cuando pensábamos que no quedaba fuerza… los escuchamos.
Primero fue un gemido. Apenas un murmullo entre las hojas. Me detuve. El corazón me golpeaba el pecho. —¿Oíste eso? —le dije al compañero detrás de mí. Y volvió a sonar.
Llantos.
Corrí. La selva era espesa, no se veía bien. Pero entre las ramas… los vi.
La mayor sostenía a la bebé en brazos. Su ropa estaba sucia, los labios resecos, el rostro marcado por el sol. Junto a ella, otra niña, agarrada de la mano. Y acostado, con la mirada perdida, el niño más pequeño.
Me acerqué con cuidado. No quería asustarlos. Levanté las manos. Y dije lo único que me salió del corazón: —Venimos de parte de tu papá. De tu abuela. De tus tíos. Somos familia.
La mayor se lanzó a abrazarme con fuerza. Y en voz baja, me dijo: —Tengo hambre.
Tragué el n**o en la garganta. Saqué lo poco que tenía: galletas, suero, lo que fuera. Se sentaron juntos, como si por fin se sintieran seguros.
Me acerqué al niño. Estaba recostado sobre una hoja grande. Tenía fiebre, pero los ojos abiertos.
—Hola, campeón —le dije—. Ya estás a salvo. Te vamos a llevar con tu familia.
Me miró con una calma que no sé de dónde salió. Y dijo algo que me rompió el alma: —Mi mamá se murió.
Me arrodillé junto a él. Le tomé la mano. Y con la voz más suave que pude, le dije: —Tu abuela te espera. Tu papá también. Todos te están buscando. Todos te aman.
Él asintió lentamente. Y después, con una pequeña sonrisa, murmuró: —Quiero fariña con chorizo.
Ahí lo supe. Estaban vivos. Hambrientos, sucios, débiles… pero vivos.
Y por primera vez en semanas… lloré.
No por el cansancio. No por el dolor. Sino por la esperanza.
Piensa en ellos. En lo que enfrentaron. En lo que resistieron. Y en quienes nunca se rindieron hasta encontrarlos.
Hoy más que nunca… protege. Ama. Cree. Y si alguna vez dudas del amor verdadero, recuerda esta historia.
Compártela con quien necesite volver a creer. Porque aunque el mundo diga que es imposible… Dios siempre tiene la última palabra.